Jara

Jara

Todas las mañana, antes de ir al colegio, Jara llamaba a su hermano Juan; era de las pocas personas que eran dulces con Jana. Sabía que aquella situación le afectaba mucho e intentaba protegerla todo lo que podía.

Cargado de una lima que le había cogido al herrero sin permiso, Juan ayudaba a Jara a hacer desaparecer aquellos colmillos que tanto le molestaban. No solo porque eran horribles, estéticamente hablando, sino también porque si los dejaban crecer se enroscaban sobre sí mismos provocando heridas en la tersa tez de Jara.

—¿Cómo es posible que yo esté pagando las consecuencias de los actos de otras personas? —sollozó Jara, mientras se miraba al espejo.

La primera vez que le empezaron a salir los colmillos su madre se sentó con ella. Tenía la mirada triste porque esperaba que a sus hijas e hijo nunca le ocurriese esta maldición familiar.

La abuela de Jara vivía en un aquelarre de la sierra de Cuenca. La comunidad era muy tranquila y preferían estar alejadas del resto de personas para evitar ser perseguidas. Pues un buen día, aquella tranquilidad se vio afectada por la aparición de un grupo de bandoleros que comenzaron a habitar la Cueva de la Ramera.

Una mañana en la que Manuela, la abuela de Jara, fue a buscar agua al río Guadiela se encontró con Luis, su abuelo. El amor surgió enseguida y cada día se encontraban en el río para estar juntos. Pero, la familia de Manuela se enteró y querían impedir por todos los medios que estuviesen juntos. Así que ambos enamorados decidieron escaparse para poder estar juntos. Cuando la familia de Manuela se enteró de la fuga, maldijo a Manuela; desde ese día en adelante, la descendencia de la pareja tendrían malformaciones físicas de jabalíes.

A pesar de los colmillos, Jara era, lo que se llama en La Mancha, una muñequita de porcelana. Su piel era blanca y tersa, las mejillas sonrosadas daban luz a su mirada; una mirada de ojos profundos y verdes que recordaban los bosques que rodeaban el pueblo. Como si la misma naturaleza hubiese querido ser justa con ella y quisiera dejar su marca en la dulce niña. El pelo cobrizo y enroscado dejaba entrever la herencia profana de sus antepasados. La misma herencia que cada día quería ocultar con la ayuda de Juan.

A pesar de querer mucho a su hermano había algo que no le había contado, ni a él ni a nadie. Hacía un año que intentaba esconder otra de las consecuencias de un amor prohibido. Le había salido la cola de jabalí. Al principio no le costaba mucho ocultarla debajo de los pliegues de la falda. Pero ahora le costaba más esconderla porque era larga, retorcida y en algunos momentos se movía, como si tuviera voluntad propia.

Lo había meditado mucho y, aunque le daba mucha vergüenza, tendría que hablarlo con su madre.

A quien no se lo contaría nunca es a sus hermanas. Ellas sí que eran hermosas. Se parecían mucho a Juan. Tenían unas melenas largas de pelo negro y liso que siempre llevaban recogido con trenzas, los ojos del mismo color que el pelo destacaban mucho ante la piel rosada de su cara y, al igual que Juan, eran altas y esbeltas. Doñas perfectas, las llamaba Jara.

Cuando Juan salió de la habitación de Jara, esta se armó de valor y fue a la cocina para hablar con su madre. Pero no llegó a entrar, decidió quedarse un rato observándola. Siempre había pensado que su madre era un ser mágico, silenciosa y rápida como un colibrí, se movía por la cocina como si no tocase el suelo, como si fuese flotando por toda la estancia. Al igual que a Jara le gustaba ir descalza y su pelo cobrizo y rizado se mecía al son de los movimientos, como si de una danza se tratase.

Pero, como a las madres no se les escapa nada, percibió la presencia de Jara, miró sus ojos verdes y lo supo. Había llegado el momento.

Autora

Aida Muñoz

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